jueves, mayo 19, 2005

Modernidad mediática: la lectura del mundo a través de la imagen

La lectura del mundo se hace a partes iguales, desde la palabra que enuncia los hechos a realizar para la conformación de sus posibilidades o que relata los pormenores de cada realización como testimonio –siempre en el marco de un futuro de principio improbable- y desde la imagen que estos hechos generan como representación de lo conformado o accedido. El equilibrio entre estas partes garantiza la presencia del sentido para la comprensión del mundo, o por lo menos, para la decodificación de las claves que estructuran sus mensajes. La palabra que enuncia o relata y la imagen que representa, constituyen el soporte primario y primordial de la lectura del mundo como espacio de actividad humana, por ello el equilibrio refiere siempre correspondencia semántica, aunque no exclusivamente, puesto que el espacio de actividad humana constituye –como sabemos- un espacio social, cuyo soporte descansa o se afinca en lo societario como mecanismo de relación y desarrollo armónicos; vale decir: como balanza de fuerzas entre lo individual y lo colectivo, o mejor, como balancín de volatinero, para emplear una figura que quizás se ajuste con mayor propiedad al caso, pues remite a la ciertamente tensa e inestable relación que la actividad humana establece con el espacio social.
De esta manera comprendemos cómo el equilibrio entre las partes que permiten la lectura del mundo como espacio de actividad humana está sujeto a la conformación de una estructura sociocomunitaria que debe estar ordenada o distribuida en distintos y relevantes niveles de participación, compromiso y responsabilidad social, para garantizar su correspondencia dialéctica. He aquí otra de las correspondencias a la que refiere el equilibrio entre las partes: la dialéctica, entendida como el impulso natural que sostiene y guía al ánimo en la investigación de la verdad, o mejor, en la búsqueda de la fehaciencia, tanto para los enunciados o relatos de la palabra como para las representaciones de la imagen.
Sin duda, ambas correspondencias –la semántica y la dialéctica- resultan necesarias para lograr la estabilidad relacional entre la actividad humana y el espacio social, es decir, para otorgar sentido al mundo. Ahora bien, queda por asomar un tercer instrumento de tensión entre lo individual y lo colectivo, en tanto, como los anteriores, su práctica otorga significado y valor a la lectura del mundo.

Hacia el replanteamiento ético
En la actual situación de vacío de sentido en la que nos ha colocado la modernidad mediática, merced a la demasía en contenidos plagados de superficialidad ideológica y estética y de respuestas simples y exentas de compromiso y responsabilidad socio-comunitaria, con el objetivo de convertir al hombre en un ser existencialmente angustiado, incapaz de incentivar procesos de exigencia reflexiva o creativa y de ubicarse con propiedad en lado alguno, como no sea en el de su recalcitrante individualismo o en cualquier otro que no signifique arraigo o compromiso definido, es indudable que se requiere de un instrumento que afine el espíritu inquieto y combativo del ser humano, que impulse su necesidad y capacidad de plantear preguntas, que lo aleje de esa forma de leer el mundo impuesta por la cultura globalizada, peligrosamente positiva, complaciente y uniformadora.
Resulta evidente que nuestro mundo actual está lleno de paradojas y de ideas extrañas que potencian la fragmentación de la conciencia colectiva e individual, la quiebra del espíritu crítico y la entronización de dioses neomodernos, llenos de falsedad y olvido. Ante esto, la lectura del mundo se torna complicada, difícil y, a veces, irreal, pero sobre todo carente de significado y valor, aun por sobre la correspondencia semántica y dialéctica que pueda existir entre la palabra que enuncia y relata y la imagen que representa. Por ello resulta indispensable contar con un tercer instrumento de fuerza entre estos componentes, un instrumento que, primero, permita al hombre comprenderse a sí mismo mediante la precisa y creativa valoración de sus potencialidades, más que de sus necesidades, y, segundo, que oferte a la sociedad un modelo de sujeto capaz de convertir el marco de la relación actividad humana-actividad social en un inventario de actividades libertarias, de orden comunitario y de creativa racionalidad y no en un manual de procedimientos prohibitivos.
Pero, ¿acaso no resulta este planteamiento de igual manera contradictorio y extraño frente a la falta de fundamento y al vacío de sentido de este nuevo mundo moderno? Pues, realmente no, puesto que invita al rescate de la idea de sujeto combativo, irreductible, potenciado en sus posibilidades creativas y dispuesto a jugársela en conjunto frente al desamparo que han significado los sistemas de vida generados por la modernidad mediática, que ofertan un futuro donde el vivir será un ir a la deriva en distracción y entretenimiento continuos, para, una vez instalados en ese espacio, distraídos de la esencia y el fundamento por el delirio de la novedad tecnológica y el poder del dinero, colocarnos en el sendero de la mimesis domesticadora y banalizante, frente a lo cual sólo existe un antídoto: el replanteamiento ético de los valores que la modernidad mediática ha vaciado de sentido. Y he allí, justamente, la tercera correspondencia necesaria para lograr el equilibrio que posibilite leer el mundo con propiedad, la ética.

La estetización banal del anhelo de verdad
Correspondencias semántica, dialéctica y ética de la palabra que enuncia y relata y de la imagen que representa, resultan imprescindibles para armonizar y dar sentido al espacio de actividad humana, a su plataforma social y al mundo que las contiene y elabora sus mensajes en función de un ejercicio de convivencia comunitaria y de búsqueda de desarrollo y crecimiento real.
El asunto es simple: para estar a tono con el proceso de modernización, el llamado de los Medios de Entretenimiento de Masas (MEM) es a la conciencia económica y a su carácter pragmático utilitario, para lograr la inmediata identificación de la realidad verdadera (la sociocomunitaria, con sus valores de integridad, pertenencia y solidaridad, y sus conflictos ciertos, como el de cambio y liderazgo) con la apariencia de realidad (que reduce todo al éxito económico), y, en consecuencia, producir un vacío de sentido ético, dialéctico y semántico, en tanto su fuerza representativa coagula la percepción (cambia el valor de las necesidades básicas por el de necesidades creadas e introduce antivalores como la ubicuidad moral y el individualismo, en función de la apariencia de crecimiento socio-económico). Esta estrategia, apoyada por la perfección del discurso publicitario, ha logrado, por ejemplo, que la sociedad latinoamericana entronice realidades ajenas a su certidumbre y cree una religión neomoderna, la de la adoración del éxito, representado por la mayor acumulación de dinero y por una estetización banal de la vida, que se impone mediante el consumo masivo, de carácter conformista.
Esta estetización banal de la vida pasa por la creación de un mundo de apariencias donde nada de lo que se ve es lo cierto, aunque se transforma en anhelo de verdad dentro de la conciencia individual y colectiva, puesto que es lo que se ve y lo que se referencia como gratificación social. Ello la establece como esa paradoja moderna denominada por el pensador francés Antoine Compagnon como “feria de las ilusiones”, donde el mercado mediatizador de la calidad del contenido conceptual estableció su dominio.

La imagen ideologizante
El dominio de la mediatización conceptual es el campo abonado para la pérdida de sentido crítico y para la imposición de una lectura del mundo sujeta a una iconolatría exenta de esencialidad ética. Aquellos que argumentan la pérdida de sentido en la distinción realidad-representación, olvidan que los sistemas simbólicos mediante los que se ordena la modernidad mediática fomentan uno de los esquemas de vida más alarmantes para la humanidad, el de la gratificación inmediata, mediante el consumo desaforado y la creación indiscriminada de falsas necesidades y, por tanto, de una devastadora angustia existencial. Aciertan, sí, al advertir que la realidad neomoderna se ordena a partir de la imagen; es decir, que el mundo actual es más leído a través del símbolo iconográfico que de la palabra. Por ello, resulta imprescindible comenzar a distinguir esa incondicionalidad hacia ese sistema que establece como la mejor alternativa para la comprensión del mundo a la industria de la imagen. No debe olvidarse que la maquinaria principal de esta industria es engrasada por los MEM, quienes han sustentado la religión de la apariencia, y quienes, además, junto al Mercado, precisan del establecimiento de una conciencia acrítica y vacía de referentes éticos, para imponer sin resistencia su modelo de vida cool e instaurarlo como el estado natural de la sociedad.
En este marco sociocultural mediático la representación de la realidad a través de la imagen no ha perdido valor, no se trata de eso; es sólo que ha cambiado su sentido: ahora la imagen se ha tornado ideologizante, es decir, se ha convertido en un mecanismo de representación de prácticas sociales, políticas y culturales, que ocultan las contradicciones reales que inciden en la conformación de la sociedad. Se quiere que el sistema de representación mediático produzca realidad, pero una realidad vacía de sentido crítico, de esfuerzo interpretativo y de aliento creador. La consigna mediática neomoderna es la vacuidad, la torpeza conceptual, el derrumbamiento de la resistencia moral, con el fin de engendrar la angustia y obligar a la humanidad a moverse en el espacio de la distracción.

La posibilidad para el cambio
En el sentido vacuo de la imagen que representa influye la cultura cool y el sentimiento fashion. El encerramiento de la imagen en un estudio con el objetivo de modelar su significado y erigirla en absoluto referencial atenta contra los principios y los fines de la inteligencia y de la voluntad: desaparece el ser bajo modelos preceptivos, se desvanece, incluso, el valor de originalidad ante un afán de dominio que se sirve de todo para construir realidades nuevas que signifiquen o propongan esquemas de vida insustanciales.
Ante ello queda la posibilidad de la imagen directa, sin más ingerencia que la de la realidad misma y su natural acción comunicativa y de la interpretación estética de quien la produce, que no debe estar vacía de sentido ético, dialéctico y semántico. Así, la imagen se produce no como absoluto referencial, sino como discurso representativo, y aun interpretativo, del espacio humano y de sus estados de tensión con el espacio social, para evitar el repliegue sobre sí misma y proponer la contemplación y la búsqueda del sentido de trascendencia del hombre y su ser social. La imagen, en suma, concebida no como concepción de un universo ideal, sino como representación crítica, con verdadera y necesaria correspondencia ética, semántica y dialéctica con lo cotidiano.